La Casa de Moura = Tuareg

Releía Tuareg la novela de Alberto Vázquez Figueroa, verdadero canto a los Hijos del Viento través de la mortal aventura del noble inmouchar Gacel Sayah, con la intención de recordar la forma en la que el targui, a través del conocimiento que la genética va esculpiendo en los instintos más indescifrables de culturas como la de los Tuareg, consigue mimetizarse con el desierto y especialmente con el calor en ese inmenso espacio que, más que creado por Dios, parece que es obra precisamente de su divino descanso en el séptimo día de la Creación. 

Será también por genes pero yo lo del calor lo llevo bastante mal. En este nuestro Aranjuez maravilloso de espectaculares primaveras y otoños, que amortiguan el paso del justiciero calor de los más de 40° a las recias heladas de los inviernos en los que nos asomamos al abismo del mercurio del termómetro mucho más abajo de los 0º -el ni frío ni calor que tanto juego da para los chistes- yo sigo echando en falta la que para mí sería una estación ideal, aquella en que luminosos días de luz y sol durante 13-14 horas nos proporcionasen una temperatura que oscilase entre los 5 y los 17 grados centígrados. 

Pero como fuere que voy asumiendo con la edad que esto no va a poder ser y, a la vista de las temperaturas medias que el cambio climático nos va anunciando con insistencia, creo que es bueno que vaya estudiando fórmulas que me permitan adquirir nuevos conocimientos y capacidades para evitar en la medida de lo posible la mala ralea que el calor en exceso me provoca. 

De ahí mi renovado interés por repasar las técnicas del noble Tuareg para permanecer invisible al desierto y al calor. Llegar a convertirse en una piedra, adaptarse al medio de tal manera que ni siquiera el pensamiento consuma oxígeno y demande mayor trabajo al corazón y con ello aumento de la temperatura y de la necesidad de hidratación.

Andaba en la lectura del método, cuando el aprovechamiento que Gacel hace de la grasa de la gibas en su lucha en defensa de la ley de la hospitalidad que sus tradiciones le exige, me desvía la atención sobre los recursos para combatir el calor y me lleva a años atrás cuando imaginábamos cómo serían las comidas en el futuro. La imagen, ficticia por supuesto, de un plato con 4 ó 5 pastillas como exquisito menú conteniendo los hidratos, proteínas, vitaminas, etc, suficientes para proporcionarnos los alimentos necesarios para mantenernos en forma me vino como un resorte la cabeza. Realmente sigue siendo una imagen del futuro? En la apariencia puede pero en el gusto...parece que algunos cocineros de las grandes empresas de catering, como por ejemplo las que explotan las cafeterías de algunos hospitales, han sido formados en el futurismo más insulso de la alta cocina. Coliflor con bechamel, alcachofas rehogadas, ensaladilla rusa (soviética diría yo)...a ver quien con los ojos cerrados es capaz de distinguir un plato de otro. 

Pues en ello andamos. Mientras, quizás con un poco de suerte, alguien con capacidad para ello dé la orden para que se ponga en marcha ya la campaña de recogida de hojas, esas hojas que ya por toneladas empiezan a enterrar -al igual que ocurre con las dunas en el inmenso desierto del Sahara que permite la aventura del inmouchar Gacel Sayah- extensas zonas de nuestra ciudad. 

El tuareg Gacel Sayah deja constancia a lo largo de la epopeya narrada por Vázquez Figueroa de que las cosas importantes hay que tomárselas en serio, aún a costa de lo que puedan pensar los demás de uno. Por eso, lo que importa, en serio.

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